entre sórdidas noticias policiales
Con estos versos se quejaba Borges de la secularización que había sufrido su admirada “secta del cuchillo y el coraje”. Malevos del novecientos que aparecen en sus versos como habitantes de “una mitología de puñales” que se acuchillaban sin necesidad de “odio, lucro o pasión de amor”.
Una nobleza de bajos fondos que respondía a valores de sangre azul pero en las formas de la más intensamente roja. La sangre plebeya la sabemos venida de sus orígenes, las propiedades de la azul sólo de la imaginación del poeta.
La realidad es que aquellos taitas borgianos eran seres de una calaña muy distinta a la pintada por la pluma maestra. El beso que les permitió salir de sapos y transformarse en los príncipes reos de Palermo fue la gigantesca marginalidad preindustrial de un Buenos Aires con una enorme desproporción masculina producto de las modalidades de la ola inmigratoria europea. Para 1914 la diferencia en favor de los varones era de 518.000 hombres. La combinación entre esta desproporción y la marginalidad creciente generó un “comercio” tan viejo como efectivo, la prostitución. Aquellos malevos eran en su mayoría proxenetas que usufructuaban un lugar ganado a fuerza de cuchilladas.
Ellos nada tenían que ver con los inmigrantes anarquistas y socialistas que solían tener como vecinos de cuadra. Vivían sumergidos en sus cotidianeidades y las cuchilladas elevadas a míticas por Borges eran sus compensaciones de trascendencia, sus remedos de heroísmo, en general causadas por la lucha por el servilismo vil de una “mina” de la que extraer oro de su caverna.
Su relación con las generalidades era tan ruin como cualquier otra de sus formas de supervivencia. Por ejemplo, solían servir a algún caudillo político a cambio de diversas formas de bienestar, siendo común que cayeran en igual indigna sumisión que aquella a la que sometían a sus “milonguitas”.
La industrialización por sustitución de importaciones, que impone la crisis mundial originada a fines de los años 20, genera una progresiva proletarización de aquellas multitudes marginales de las décadas anteriores. La desproporción masculina se va reduciendo hasta desaparecer, el negocio se acaba y puede ser prohibido con efectividad. Pero principalmente, en la nueva sociedad que se va configurando, ya queda poco margen para la legitimidad y admiración de dudosos héroes individuales, los hábitos sociales colectivos se van imponiendo al compás de la instalación de grandes fábricas y lugares de trabajo con cientos de obreros en igualdad de condiciones, un imaginario estructurado sobre la valoración del trabajo y el esfuerzo va convirtiendo sus gestas épicas en mañas de un vividor despreciable.
Es precisamente en ese fin de los años 20 que comienza el despegue final del fútbol. Ese juego impuesto por los laboriosos ingleses, eminentemente colectivo, estaba posicionado ya de forma inmejorable para convertirse en objeto de identificación de multitudes colectivizadas por la estructura productiva naciente.
El obrerismo que instalan en la cultura proletaria los viejos anarquistas, socialistas, comunistas y luego el propio peronismo impiden la explotación de las empresas como canalizadoras de identificación deportiva; el barrio de obrero y “pequeñoburgueses con sudor en sus frentes” se convertirá en el articulador de esa identificación. Los clubes serán los representantes de cada recorte de zona de la ciudad, ayudando incluso a establecer criterios para definirlas. Luego polarizaciones sociales se reflejarán en algunos enfrentamientos entre esos clubes, generando simpatías más allá de las inscriptas territorialmente.
La industrialización sustitutoria de importaciones se convierte en política oficial con el peronismo, junto con la utilización del deporte como pauta visible y contante de progreso.
Este proceso nos deja a fines de los 50 con todo lo necesario para la conformación de los nuevos “malevos”: las barras.
Las barras serán, en los mismos territorios dominados ayer por los taitas, verdaderos guapos colectivizados. La nueva estructura social no elimina las necesidades de identificación burdamente masculinizada; por el contrario, la fábrica la refuerza, sólo que le imprime su carácter colectivo.
No sólo ni principalmente en sectores obreros, también y especialmente en las clases medias (principalmente sus estratos más bajos), que por no soler generar demasiado para sus propios imaginarios lo conforman con elementos tomados de arriba y de abajo. Las barras se convierten en un referente ineludible para cualquier integrante de las nuevas generaciones que quiera valorarse socialmente en su medio, ya sea integrándolas (aquellos que son aptos) o imitando sus gestos.
Las barras ocuparán la geografía urbana de diversas formas: la esquina, el café, el pequeño club; pero la reina de esas barras será la defensora del barrio en aquel canalizador de identidades colectivas que se ha convertido el fútbol. La “barra brava” es el colectivo por excelencia a la hora de mostrar potencia fálica.
Como buenos “malevos colectivos” son las dueñas de territorios para propios y extraños, de zonas, de tribunas, de paraavalanchas. Defienden sus “trapos” con el mismo sentimiento de honor en juego con el que el cafiolo defendía a su “mina de oro”. Un taita sin mina para defender no era un taita, como una banda sin trapos es una banda cobarde. También sus relaciones con la política son tan viles y serviles como las de aquellos matones embellecidos por Borges.
Hasta aquí nada del otro mundo, nada que preocupe más que sus antecesores individuales (más allá del aumento de la peligrosidad que implica la “masa” dispuesta a entrar en acción). Así como aquellos individuales guapos tenían su propia nobleza, las barras la tenían en sus primeras décadas.
El problema principal surgirá no tanto de la dinámica de sus evoluciones como de los cambios en la sociedad que les ofrece un lugar significativo de existencia.
La estructura social en la que nacieron sufrió (nunca mejor utilizada la palabra) cambios enormes a partir de la política económica aplicada por la última dictadura militar. La industrialización sustitutiva de importaciones fue atacada muy duramente con una excesiva apertura que buscaba “seleccionar” mediante la competencia con importados a los “más aptos”. Para el año 1981 (en el que renuncia el ministro de economía Martínez de Hoz) el PBI industrial había caído un 20% y la pobreza había alcanzado el 29% (en 1975 era de algo más del 6%).
Durante los 80 ya se sienten los cambios, el resquebrajamiento estructural comenzó a producir desarticulaciones subjetivas. Muchos códigos conductuales propios de una sociedad que pondera hábitos laborales comienzan a erosionarse.
Esto se refleja en las barras. Actitudes consideradas cobardes hasta hacía poco, ahora pasan a ser habilitadas: utilizar elementos para provocar daños a distancia (piedras y luego armas de fuego), atacar a grupos numéricamente muy inferiores o incluso a una sola persona que hasta podía no ser miembro de una barra. La mísera lógica de la supervivencia individual que nace de la destrucción de la estructura productiva llega a todas las formas de representación e identificación social.
Como ya podrán derivar de lo dicho hasta aquí, lo peor llegará en los 90. La caída de la URSS dispara cambios en los imaginarios de todo el mundo. Es el comienzo de todos los “fines”; el fin de la historia, de las ideologías. Las grandes construcciones subjetivas que cargaron de sentido las vidas humanas durante décadas fueron expulsadas de la realidad o empujadas a sus márgenes. La cotidianeidad seca desplaza a toda generalización de la vida, la pequeña anécdota insignificante (palabra que aquí cobra todo su sentido) a los grandes relatos. El vacío de construcciones significativas que otorguen sentido a la vida empuja a buscar reemplazos que podríamos llamar “artificiales”. La lucha ficcional se ofrece mediáticamente como remedo de la ya considerada anacrónica. El fútbol está inmejorablemente posicionado para liderar este remedo de sentido.
El desmantelamiento de los tradicionales articuladores significativos de la vida social (asociaciones, clubes de barrio, partidos políticos militantes, relaciones de vecindad, etc., etc.) produce una retracción de las relaciones cara a cara. Hasta el club de fútbol pierde su carácter de “club” para el hincha, quien lo abandona como ámbito donde vivir su cotidianeidad, pasando a identificarse pasivamente con once camisetas.
El fútbol permite vivir, sin hacerlo, un mundo grandilocuente, socialmente consagrado a través de los medios como un mundo “serio”, altamente significativo, lleno de conflictos, intereses, triunfos y derrotas. Un mundo que carga vidas grises de colores emotivos, de penas y alegrías, bronca, indignación, furia, euforia y entusiasmos. Podríamos preguntarnos seriamente cual sería el porcentaje de emociones que habría perdido nuestra vida si no fuéramos hinchas de fútbol.
Pero todo ese cúmulo de sentido cargado por el fútbol, lo es sólo en cuanto identificación con el accionar de otros, pasivamente despegada de mi vida diaria, de la realidad de mi existencia concreta. Como bien lo señaló alguna vez Raúl Gámez los hinchas de antes “éramos hinchas del club, ahora sólo son hinchas de la camiseta”. Hoy el club no es un lugar más donde concreto diariamente mi vida, es sólo una entelequia indefinible con la que me identifico.
Pero así, desprendido de mi vida, esa identificación es deficitaria, ficcional, artificial. Requiere ser reforzada, y al imposibilitarme una concreción claramente defendible, el reforzamiento de esa identidad pasa por el otro. El peso de la identidad como hincha está en la delimitación rabiosa del adversario. La ausencia de un propio campo fuertemente significante empuja al hincha a buscarse en la descalificación del rival. La tendencia, cada vez más creciente cuanto más joven es el hincha, es a graduar la calidad de adhesión a una camiseta a partir de la cantidad de odio y descalificación que se escupa sobre el rival. La negación de la condición de igual en el otro, es el máximo de posibilidad en mi propia condición de simpatizante de un equipo.
Cualquier actitud positiva, cualquier expresión elogiosa sobre algún rival es violentamente tachada como signo de que la adhesión al propio club es al menos débil. ¿Cuánto hace que un jugador o un equipo rival es aplaudido por su buen juego? Es que hasta el juego se ha vuelto secundario, al punto que es común en clubes como Vélez (que históricamente se ha jactado de haber descendido por mantener la honestidad) que se reclame a los dirigentes por no haber comprado un partido clave. También es notorio como el conocimiento estrictamente futbolístico de los hinchas se ha pauperizado, y no porque lo desarrollen sobre objetos más elevados. Sencillamente la cuestión pasa hoy por otro lugar: lo que importa es el “mundo del fútbol” y no el fútbol mismo. El fútbol parece absolutamente intercambiable por cualquier otro juego. Pareciera que si alguien fuera capaz de ubicar en el lugar social que ocupa el fútbol al waterpolo todo seguiría su curso sin demasiadas modificaciones.
Esta ficción de identidad que por su carácter artificial requiere ser reforzada negativamente, se realiza en el marco de desarticulación, retracción y consecuente atomización social que hemos descripto. La delimitación del otro se convierte en los sectores más violentos en su destrucción.
Ya no se trata de “defender los trapos”, castigar los excesos de osadía, hacer valer la localía, “hacer respetar” o ver “quien se la banca más”. No, todo aquello que refiera a alguna autoafirmación (aunque sea frente al otro) ha perdido valor en la construcción identitaria del hincha. La construcción de uno pasa casi exclusivamente por la destrucción del otro. Las cobardías de ayer son las guapezas de hoy, y hasta sirven para ganar terreno en el interior de la propia hinchada.
Los códigos aún supervivientes son definitivamente suplantados por códigos de tipo mafiosos entre cúpulas de las barras, debajo de ellos, de lo que se trata es de la destrucción del otro.
Es en este cuadro cada vez más caótico y embravecido que fermentan las tormentas que luego lamentamos todos los que miramos las nuevas olas y ya somos parte del mar.
Alejandro Irazabal
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