
La primera de ella sonará contradictoria a la luz de la perdida de un chico inocente como el que por esta época recordamos. La plantearé en forma de pregunta: ¿Existe un recrudecimiento de la violencia en el fútbol como plantean desde hace algunos años los medios? Como simple seguidor del fútbol desde hace más de 30 años me atrevo a contestar que no. El número de sucesos violentos de cada fin de semana es a simple percepción muy menor al de hace 15 o 20 años. Lo que hoy vemos es una focalización mediática mucho mayor a la de aquellas épocas. La mediatización del fútbol en los últimos años ha explotado de forma exponencial. Este fenómeno genera sobre la violencia dos efectos contradictorios: por un lado provoca una exposición de los actores de la violencia deportiva que inhibe cuantitativamente su accionar; mientras por el otro lado esta misma exposición genera una percepción social sesgada del fenómeno de la violencia en el fútbol construyendo la sensación de que la misma ha aumentado. Pero esta es una observación cuantitativa, la realidad cualitativa es que la violencia sigue instalada en las canchas lo suficientemente como para hacernos llorar la muerte de un nuevo hincha en periodos relativamente cortos de tiempo.
La persistencia con este nivel de peligrosidad está en parte asentada en la utilidad que tiene entre algunos sectores sociales como forma particular de valorarse socialmente. La violencia en el fútbol existe porque tiene un marco legitimador específico. No se trata como decían hace años en Radio Rivadavia de “un grupo de inadaptados perfectamente identificables”, los grupos de acción tienen una platea de espectadores -que los excede varias veces en número- que sigue sus movimientos casi con tanta atención como lo que ocurre dentro del campo de juego. Es decir, el barra consigue con sus actos una valoración social en el marco del mundo en que se mueve. Este aspecto es más importante que cualquier causa ligada a la corrupción o a los manejos dirigenciales. En esta legitimidad social se explica la existencia misma de las barras bravas.
Lo antedicho no debe llevarnos a conclusiones simplistas del tipo “todos somos culpables”. En realidad no se trata de culpabilidades, se trata de fenómenos sociales que nos exceden. Ofrezco como ilustración clarificante un ejemplo gráfico: hace unos años por mi labor profesional me moví en una barriada poblada de muchos integrantes de la barra brava de Chacarita. Descubrí entonces que lo que sucedía el domingo tenía una gran influencia sobre lo que luego ocurría durante la semana: el que “aguantó”, el que “corrió”, el que tiró piedras recibía en términos de valoración social su premio o castigo durante la semana en el barrio. Entonces, ¿tiene el barra una actitud distinta a la que tenemos todos al intentar hacer nuestro trabajo, seguir nuestros estudios, o actuar como miembros de una familia y conseguir así el premio social buscado? De la sociedad, de su entramado de relaciones sociales, ha emergido el fútbol como un lugar importantísimo de construcción y valoración de subjetividades. Una de las formas es el accionar de sus grupos organizados de simpatizantes.
Esto no significa eludir la responsabilidad dirigencial ante cada caso particular de organización violenta en torno a los clubes, pero ¿realmente alguien cree que existe un límite claro entre dirigentes y barras bravas? Tanto unos como otros son los sectores más activos de un club de fútbol. Es muy común que quienes en su juventud fueron barras bravas hoy sean dirigentes. Precisamente Vélez es un ejemplo categórico de esto. Buena parte de las comisiones directivas de los últimos años estuvieron formadas por integrantes de la barra de los ’70. Son como dos etapas lógicas en los “militantes” de un club de fútbol. Nos parece esto poco creíble porque realizamos una excesiva satanización de las características de los barras y por otro lado embellecemos en exceso las formas de los dirigentes. La realidad es que, por ejemplo, el “Pistola” de los ’70, a quienes miles de testigos han visto protagonizar hechos violentos, no es muy distinto al Raúl Gámez de hablar pausado que se pasea por los medios en la actualidad. Tanto el lugar de barra como el de directivo son ubicaciones buscadas en distintas etapas de la vida para ser valorado socialmente en el mundo en que estos sujetos viven.
¿Todo este nivel tan alto de determinación social significa impotentizarnos ante la violencia? Como hemos dicho esta violencia existe porque tiene un marco de legitimidad que la hace posible; por lo tanto lo central debería ser erosionar ese marco. Una posible medida efectiva si se aplica con suficiente rigurosidad podría ser la sistemática quita de puntos; este “castigo” podría provocar que el hincha que “aplaude” las acciones de estos barras comience a asociarlas con un perjuicio para su equipo, y de este modo comience a quitarles consenso. Pero para llevarla adelante es imprescindible olvidarse por un tiempo de justicias deportivas y no preocuparse por posibles desfiguraciones que sufran algunos torneos. Hay que tener en claro que la vida es más importante que la tabla de posiciones.
Alejandro Irazabal
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