
Hubo un Vélez más chico. Lo conocí de la mano de mi abuelo, en unas canchas de bochas que se llevó el progreso de plateas y autopistas. Lo conocí cuando no había Chilaverts ni Bassedas vistiendo modernas Umbros, era un Vélez de sportlandias enfundando Virgalitos y Escandones. Un Vélez derrotado por All Boys en un potrero con pretensiones de primera, una bellísima postal de un Buenos Aires que, incluso entonces, ya se iba. Entonces no lo noté, por eso al ver a esos “muchachos de antes” correr sobre barro y bajo lluvia me pregunté ¿esto va a salir en los diarios mañana? Se me aparecía como poca cosa para tener alguna trascendencia. En la tribuna no éramos más de 500, liderados por un muchachote sin mayores aspiraciones personales que una garganta en grito de gol en los siguientes minutos. El gol no llegó, rara vez llegaba, sólo lo suficiente para seguir en primera.
Aquel Vélez no rumoreaba renuncias de comisiones directivas por quedar afuera de copas, las copas estaban en Avellaneda, alcanzaba con una buena racha.
En ese Vélez nos aferrábamos a historias mínimas, un Nacional que muchos no habíamos visto, una fiesta aguada no hacía mucho, más lejos, 8 puñaladas de venganza por una canallada roja.
Y no mucho más, algún héroe que no odiaba al vino tanto como al sol.
Un Vélez pequeño, que no debe volver, pero que se extraña. Una infancia de juguetes caseros, que sabemos que debió tener Mecanos y Cerebros Mágicos, pero que igual añoramos con su balero del palo y la lata.
En ese Vélez también se discutían técnicos y jugadores. Jugadores sin pergaminos, a los que pedíamos más entrega que títulos, como si lo que hiciera falta es estar a la altura de la derrota y no salir de ella.
Cuando este Vélez comenzó a irse, hubo uno que, a modo de despedida, concentró todos los odios y amores juntos, nunca nadie provocó tantos ojos moros y manos machucadas, ambas velezanas. Por mi parte debo reconocer que nunca insulté tanto a un ser humano.
Y juro aún hoy que lo merecía ¿Acaso tenía derecho a jugar con lo justo? Siempre me pregunté si se bañaba después de cada partido; si lo hacía, era por ritualismo puro.
En aquel tiempo, a falta de campeonatos, elevábamos partidos, partidos realmente memorables; y en una de esas injusticias que sólo el fútbol puede entregar, quien menos lo merecía nos regaló una página inolvidable.
Promediaban los 80 y observaba el país, el Bocha cumplía 500 espectáculos de magia. Del otro lado había un mago que sabía todos los trucos, pero por desgano los dejaba siempre inconclusos.
Fabián Vázquez salió a la cancha esa tarde con su odioso paso cansino y despreocupado, insulté a voz en cuello cuando dieron su nombre, y empezó la función.
Esa vez se ve que se había tomado el trabajo de estudiar el libreto, salían conejos de la galera de Bochini, el Indio respondía con pañuelos, golpe a golpe, una función de lujo, el gran truco por el que parecían competir a muerte era quien achicaba más la pelota, al final salieron los utileros con lupas. Fue un empate, 2 a 2, no podría precisar quien ganó el duelo de ilusionistas, pero me quedo con aquella obra de mi odiado Vázquez que festejó saludando brazo en la cintura e inclinación galante. Lo reconozco, aplaudí, nunca aplaudí tanto a un ser humano.
Hoy, llenos de gloria, aquellos truquitos parecen menores, pero sólo parecen. Aquellos no tenían como compañeros a Chilaverts ni Bassedas, y estos no enfrentaban cada domingo a Bochinis, Maradonas, Alonsos, Babingtons, Brindisis, Housemans, Kempes, etc. etc.
Si Goliat hubiera vencido a David, los Filisteos habrían celebrado, pero el triunfo del pequeño David fue disfrutado por Israel como sólo puede hacerlo el débil.
Fabián Vázquez participó luego de la gloria, hoy me suena inmerecido; pero si observo hacia atrás, no puedo dejar de reconocer que nadie más que él, cargado de odios y amores, lleno de silbidos y aplausos, tenía más derecho a representar a aquel viejo Vélez en el nuevo.
Yo, por mi parte, no me arrepiento de mis silbidos, pero menos aún de esa tarde de aplausos.
Alejandro Irazabal
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